Cuando era joven, siempre tuve preguntas sobre la fe, pero no las reflexioné seriamente hasta que fui a la universidad. En la Universidad de Harvard, deambulaba feliz por las estanterías de la biblioteca, rodeada de libros que analizaban eventos, ideas y problemas que nunca antes me habían cruzado por la mente. Aprendí a cuestionar una idea y explorar sus puntos débiles. Esto, en su mayor parte, fue por diversión. Sin embargo, cuando cuestioné mis propias creencias, especialmente en comparación a las cosas nuevas que estaba aprendiendo acerca de la historia de mi iglesia, me sentí vulnerable y un poco perdida.
En Harvard, conocí a Laurel Thatcher Ulrich, una profesora reconocida y mentora querida de los estudiantes Santos de los Últimos Días. Cuando leí su ensayo de 1986 “Lusterware” (Vajilla lustrosa), reimpreso en la edición de primavera de 2024 de Wayfare, me causó una impresión profunda. Laurel explicó que “la vajilla lustrosa” era un tipo de vajilla de cerámica popular de finales del siglo XVIII. La vajilla estaba bañada en platino para dar la apariencia de ser plata pura, pero si se caía, se rompía en pedazos como loza común. En un poema de Emily Dickinson, la vajilla lustrosa era una metáfora de la desilusión: una cosa brillante y supuestamente sólida que se cayó e inesperadamente se destrozó sobre “las piedras en [el] fondo de mi mente”. Advirtiéndonos contra el tener una visión de “vajilla lustrosa” de lo que entonces llamábamos mormonismo, Laurel recordó una situación en la que una joven angustiada en medio de una crisis de fe acudió a ella preocupada de que la iglesia fuese quizás solo un noventa por ciento divina (en lugar de un cien por ciento). A esto, Laurel le respondió: “Si encuentras una institución terrenal que sea diez por ciento divina, recíbela con todo tu corazón”.
Esta idea me impactó profundamente. Al crecer, el mensaje del evangelio que se me inculcó fue el mensaje del cien por ciento. En mi juventud, las frases comunes “Sé que la Iglesia es verdadera” y “la plenitud del evangelio” se referían a la suficiencia completa y a la completitud de mi iglesia. Los líderes de la iglesia siempre eran guiados de forma divina; ya fuera un obispo dando consejos sobre citas o una autoridad general criticando la teoría de la evolución. Esta perspectiva del cien por cien significaba que no había margen de error, ni posibilidad de contradicción, ni necesidad de mejorar. Desde este punto de vista, la iglesia era el mejor de todos los mundos posibles. Todo fue como debería ser y como debió haber sido.
Esta es la razón por la que la sugerencia de Laurel de atesorar una entidad que fuera menos del “cien por ciento divina” fue tanto provocadora como salvadora. Como estudiante universitaria, el enfoque de “todo o nada” me dejó en una crisis de fe mientras aprendía acerca de la historia de la iglesia, incluyendo las imperfecciones y la falibilidad de los líderes de la iglesia del pasado. Claramente, hubo momentos en que los Santos de los Últimos Días habían cometido errores con repercusiones duraderas y perjudiciales. Mientras luchaba por reajustar mi visión del mundo, el ejemplo de Laurel de aceptar tanto la guía divina como las limitaciones humanas fue un salvavidas.
La iglesia que es verdadera es una iglesia que es real y una iglesia que es real es una iglesia que incluye las contradicciones y los contrastes que caracterizan la naturaleza de la realidad. El plan de Dios no nos llama a escapar del caos de la vida refugiándonos en una burbuja libre de dudas y enigmas. En cambio, nuestros Padres Celestiales nos han dado la oportunidad de luchar vigorosamente contra los enigmas de la vida, ejerciendo así nuestra capacidad divina. Razonamos y nos enfurecemos. Nos tropezamos y corregimos nuestro camino. Aprendemos a ser firmes e inmovibles. Aprendemos a ceder.
La iglesia que es real es una iglesia patriarcal, jerárquica y centrada en los Estados Unidos. Es una iglesia con una historia que, al igual que su sociedad a la que pertenece, incluye el racismo, el sexismo y el nacionalismo. Es una iglesia que da forma a una “región cultural”, característica del Oeste intermontaño en los Estados Unidos, conocida por su consumo conspicuo y su elitismo religioso. Es una iglesia en la que algunos hombres en posiciones de poder eclesiástico han usado ese poder para abusar de otros emocional o sexualmente, en violación atroz a las instrucciones del Señor de usar esa autoridad con rectitud. Es una iglesia fundada por José Smith, Jr., quien instituyó un nuevo sistema radical de matrimonio y quien ocultó algunos de sus matrimonios adicionales a su primera esposa Emma, para quien el matrimonio plural fue una prueba insoportable.
La iglesia que es real también es una iglesia que participó en la redistribución radical de riquezas y en la economía comunitaria. Enseña una teología de la naturaleza divina literal de la humanidad como hijos amados de un Padre y una Madre Celestiales. En todo el mundo, facilita la formación de comunidades locales con sus propias culturas distintivas. Es una iglesia que une a ricos y pobres, al norte y al sur, a mujeres y hombres en convenios sagrados para tomar sobre sí el nombre de Cristo y llorar con los que lloran. Es una iglesia que llama a las personas a servir, sin importar su casta u ocupación, y las sujeta a desarrollar sus capacidades y convertirse en bendiciones en la vida de los demás. Es una iglesia cuyo fundador, José Smith, Jr., tuvo una visión nueva y radical de la eternidad y el potencial ilimitado de la humanidad para forjar vínculos duraderos y producir buenos frutos.
Al observar los dos párrafos anteriores y si algunos solo leyeran el primero, podrían concluir que soy una persona “anti-mormona” crítica. Si algunos leyeran solo el segundo, podrían llamarme “apologista” que promueve un ideal optimista. Pero no hay dos iglesias y no estoy dividida. Hay una sola iglesia, y la considero como mía, avergonzada de lo que es vergonzoso y orgullosa de lo que es digno de alabanza. Mi lealtad no surge de un cálculo de que los pros superan a los contras, sino de la reciprocidad. Además del don de la expiación de Cristo, que Él ofrece liberalmente a todos, tengo una deuda con mis hermanas y hermanos. Otros Santos de los Últimos Días me han enseñado a querer ser buena, me han protegido del peligro y me han ayudado a hacer realidad las cosas que quería creer pero que no podía ver.
Para mí, un costo significativo de esta compensación no es solo el tiempo, el dinero, las comidas y el kilometraje, sino también el esfuerzo cognitivo y emocional. ¿Por qué debo esforzarme por contextualizar el lenguaje racista que a veces se registra en el Libro de Mormón, nuestro precioso y santo libro de escrituras? ¿Cuándo se reflejará de manera significativa en las estructuras institucionales de toma de decisiones de la iglesia la verdad fundamental de que las mujeres y los hombres son iguales espiritualmente y creados a la imagen de una Madre Celestial y un Padre Celestial, con el mismo potencial para dirigir, enseñar y bendecir la vida de sus semejantes? ¿Cómo mantengo mi fe en los profetas y apóstoles vivientes cuando la historia muestra que, con el tiempo, las enseñanzas a veces cambian y se contradicen? Hubo un tiempo en nuestra historia temprana en que el matrimonio plural se elevó por encima del matrimonio monógamo, pero ahora es motivo de disciplina (a menos que sea por tiempo y por toda la eternidad en el templo). Hubo un tiempo en el que el usar métodos anticonceptivos te condenaría a ti y a tu posteridad hasta la tercera y cuarta generación, pero ahora no es un problema. Hubo un tiempo en que algunos líderes de la iglesia describieron erróneamente a los negros como “indecisos” en la preexistencia, pero a partir del año 2015 esta idea se ha rechazado oficialmente (aunque persiste en las estanterías familiares de algunos miembros de la iglesia). Si la iglesia es verdadera, ¿por qué no puede estar “en lo correcto” todo el tiempo? ¡A veces me canso de tener que dar explicaciones todo el tiempo, de compensar, de esperar pacientemente, de guardar las cosas “en el estante” para dialogarlo en otra ocasión! ¡El maldito estante está lleno!
Para mí, la solución a largo plazo a estas frustraciones no es abandonar la reflexión profunda delimitando la vida espiritual. Algunas personas creen que el pensamiento crítico y la fe profunda no se mezclan. Pero para mí, la vida con Dios viene como un paquete completo. Si no puedo darle sentido a mis creencias y prácticas religiosas de los Santos de los Últimos Días en relación con toda experiencia y todo conocimiento, entonces no vale la pena el esfuerzo. Es cierto que hay muchas cosas que no podemos saber. Pero algún paradigma básico debería ser fiable y digno de confianza incondicional.
Tampoco creo que, a la larga, sería más feliz abandonando la iglesia con la intención de pasar a un estilo de vida libre de disonancias. En el mundo actual, casi todas las instituciones, organizaciones y entidades globales en las que nos desenvolvemos están comprometidas éticamente, son terriblemente complejas y están teñidas por el error y la apatía humanos. Meter la hoz en cualquiera de estos lugares, cultivar una buena cosecha y erradicar las malas hierbas, no solo es mejorar esa parte de la viña de Dios, sino también desarrollar la capacidad y la experiencia para actuar en el mundo en general. Una y otra vez, mis hermanas y hermanos Santos de los Últimos Días me han prestado inspiración y fortaleza para llevar a cabo lo que quiero y necesito lograr en mi comunidad, profesión, país y planeta.
Cuando alguien le preguntó a Jesús qué era lo más importante, él respondió: primero, ama a Dios con todo tu corazón, alma, mente y fuerza; y segundo, ama a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos, dijo, depende toda la ley y los profetas.
Estoy agradecida de que Jesús incluyera la “mente” y la “fuerza” como formas de amar a Dios. Involucrar la mente en el proyecto de la fe no es una desviación resbaladiza, sino una contribución consagrada al reino de Dios. Tal compromiso intelectual requiere esfuerzo (fortaleza). Aquí Jesús está poniendo este tipo de esfuerzo a la par con las otras capacidades humanas de poder emocional, espiritual e intelectual. Tal vez el esfuerzo es valioso por sí mismo. Al tratar de obedecer los dos grandes mandamientos dentro de la iglesia, practicamos la abnegación y la persistencia. Nunca lo hacemos del todo bien, pero es un trabajo honesto.
El trabajo intelectual honesto a veces conduce a la disonancia cognitiva. Es decir, cuando uno se da cuenta de las contradicciones que hacen y creen los Santos de los Últimos Días, en particular cuando estas contradicciones invocan uniformemente la autoridad divina, surge en la mente un murmullo que es difícil de ignorar. Para mí, en cierto momento, esta disonancia cognitiva fue un factor no negociable. En mi modo de pensar, yo era una persona inteligente y racional que no podía pertenecer a una religión incoherente e irracional. Ahora, sin embargo, he llegado a creer que la cognición no es el aspecto más importante del ser humano. Al igual que la digestión, la cognición es un proceso esencial. Sin ella, moriríamos. Sin embargo, para vivir de acuerdo con la realidad de quiénes somos como hijos de Dios (es decir, de acuerdo con la verdad), lo más vital es esforzarnos por ser buenos, como lo es Dios.
El apóstol Pablo argumentó que incluso si alguien tuviera un tremendo poder espiritual, suficiente para profetizar, pero no tuviera caridad, sus palabras serían vacías como un “címbalo que retiñe”. El dijo que incluso alguien que comprendiera todos los misterios y el conocimiento, pero no tuviera caridad, era “nada”. El poder espiritual e intelectual no son sustanciales en sí mismos, sino solo en relación con los demás. Nos ayudan a amar a Dios, pero a menos que también los empleemos para amar a nuestro prójimo y a “nuestros extraños”, son en vano.
Cuando me pregunto: “¿Qué es más difícil: decir algo inteligente y crítico sobre las prácticas de los Santos de los Últimos Días o cuidar a los demás tanto como me cuido a mí misma?”. La respuesta es clara. Cuando me pregunto: “¿Con qué necesito más ayuda divina: para ser más inteligente y tener más conocimiento o para ser más amable y más capaz de ayudar a los demás?”. La respuesta es clara. Cuando me pregunto: “¿Estoy en mejor posición para llevar a cabo la obra de Dios por mí misma o en compañía de otros viajeros del mismo camino?”. La respuesta es clara. Para mí, ser Santo de los Últimos Días y participar en la misión de la iglesia es una oportunidad para ser mejor: para desarrollar una mayor capacidad de amar, para conocer y servir, para pedir ayuda. Es una oportunidad para hacer algo difícil pero que vale la pena.
Tengo amigos que han decidido hacer el bien como individuos, sin una comunidad religiosa organizada. A veces envidio su escape de la lucha constante para clasificar entre el mandato divino y la cultura tiránica, la práctica piadosa y el proceso mecánico. Sin embargo, más a menudo, me regocijo en mis muchas hermanas y hermanos, en nuestra humilde búsqueda colectiva de lo divino.
También tengo amigos que han dejado a los Santos de los Últimos Días y se han unido a otra comunidad religiosa sin la “carga” peculiar de nuestra propia fe e historia. Respeto su sentido de integridad y siento que Dios consagra su digna labor. En mi estudio profesional de las tradiciones religiosas, en particular del budismo, he aprendido verdades espirituales profundas. También he aprendido que todas las tradiciones religiosas tienen sus propias historias humanas, contradicciones y motivos de remordimiento.
Por mi parte, elijo ser Santo de los Últimos Días porque amo nuestros convenios: con Dios, con los demás y con el mundo. Amo el convenio bautismal de llevar las cargas los unos de los otros, el convenio sellador de hacer eterno el amor humano, el convenio del templo de consagrar nuestro tiempo y talentos para establecer una Sión en la que no haya pobres entre nosotros. Me regocijo en el poder de estos convenios para unirnos en todo el mundo, para hacernos iguales al presentarnos ante Dios, para convertir la esperanza en promesas solemnes. Creo que estos convenios de los Santos de los Últimos Días son verdaderos, es decir, creo que el poder de Dios reside en ellos y que a través de este poder se hacen posibles cosas que de otro modo serían imposibles.
A principios del año 2017 me diagnosticaron cáncer de colon. En junio, me operaron para remover el tumor. Durante las semanas de recuperación, me quedé en casa sola en Nueva Zelanda mientras mi esposo e hijos fueron a los Estados Unidos a visitar a nuestra familia. Una noche, una hermana de la Sociedad de Socorro, la hermana Samuelu, tocó la puerta. Era una mujer samoana y el inglés era su segundo idioma. Entró en mi cocina con un ramo de flores. Su rostro, con sus arrugas y flacidez y su voz, desgastada por el uso, me recordaron a mi abuela china. Me habló amigablemente del nuevo investigador de Brasil y de su nieta que estaba en una misión en Australia y de cómo una vez los misioneros vivieron en una casa embrujada pero que “ellos tenían que ser valientes”. Le agradecí por el tiempo que había pasado con mis dos hijos más pequeños cuando ella fue su maestra de Primaria. Ella respondió que en verdad se había cansado de la Primaria pero sentía que era importante que los niños tuvieran una maestra que estuviera presente. Ella me dio su número de teléfono y me dijo que le mandara un texto en cualquier momento.
Al final de su visita le di las gracias y le di un abrazo. Después, para mi sorpresa, me preguntó: “¿Puedo dejarte con una oración?” “Claro, gracias”, le dije, sentándome de nuevo. Por alguna razón, no cerré los ojos por completo, sino que miré al suelo. Me sentí como una observadora. En ese momento de ansiedad y dolor, no sabía realmente qué esperar de las oraciones. Temía que más allá de “Hágase tu voluntad”, no había nada que decir.
La hermana Samuelu dijo: “Bendice a Melissa para que pueda vivir y cuidar de sus hijos”. Con gran elocuencia, invocó bendiciones sobre mi cuerpo, mi espíritu, la casa, mis hijos y mi esposo que estaban lejos. No recuerdo las palabras específicas, pero recuerdo una sensación de calma profunda. Sentí como si mis vasos sanguíneos se estuvieran dilatando y mis pulmones se estuvieran expandiendo. Así es como siento la presencia del Espíritu Santo. La hermana Samuelu no me había puesto las manos en mi cabeza, pero sí me había bendecido, al igual que nuestras antecesoras Santos de los Últimos Días en los siglos XIX y XX.
En este momento solitario de mi vida, fui bendecida por una mujer samoana mayor que nunca ha presentado un argumento académico, que de no ser por la iglesia, nunca habría venido a mi vida para enseñar a mis hijos y para ministrarme. Su oración expresó lo que yo temía decir y pidió lo que yo temía pedir. Es aterrador enfrentar una enfermedad que amenaza tu vida y preguntarte si Dios quiere que salgas adelante. Te sientes tonto de suplicar por tu vida porque es muy posible que Dios ya haya visto que esto no irá a ninguna parte. Pero si alguien más hace esta súplica en tu nombre, no te sientes presuntuoso, sino agradecido y receptivo. A través de la hermana Samuelu, sentí el poder y el cuidado de Dios en mi mente, mi corazón y mi cuerpo.
A veces necesitamos que otros intercedan ante Dios junto con nosotros. Esto no se debe a que Dios responda a concursos de popularidad, sino que a veces las personas que están batallando con la mortalidad simplemente no están a la altura de la tarea. Muchas de las organizaciones de la iglesia, algunas en las que he tenido experiencias irritantemente burocráticas y sujetas al control patriarcal, están diseñadas para facilitar este tipo de interacción e intercesión humanas potencialmente transformadoras. Aquí, en los espacios entre nosotros, brotan fuentes de agua viva.
Aunque no se pueden reducir a porcentajes redondos, podemos aceptar tanto lo humano como lo divino dentro de la iglesia. Nosotros, los Santos de los Últimos Días de todo el mundo que trabajamos para edificar Sion, somos personas comunes con deficiencias comunes. Con frecuencia no estamos a la altura de nuestros llamamientos divinos. Sin embargo, Dios es real, paciente y está entre nosotros.
Es realmente doloroso encontrar comportamientos que no se asemejan a Cristo no solo “en el mundo” sino también dentro de la propia iglesia y su historia. Pero como yo misma soy una fuente regular de comportamiento no cristiano, este dolor es algo que debo asumir. Debo tener la integridad de asumir la responsabilidad de lo que hay que arreglar y poner mi hombro a la lid. Al igual que ofrecerme para aspirar alfombras y vaciar la basura en el centro de reuniones, hay formas de ofrecer tiempo y energía para reparar y renovar los sistemas de mi iglesia.
También debo asumir el trabajo de vivir con contradicciones y tensiones. Aunque puede ser un alivio asociarse solo con personas con ideas afines que tienen experiencias educacionales, puntos de vista políticos, valores de clase e inclinaciones teológicas “correctos”, también es una especie de prisión: una separación estéril del suelo fecundo de la humanidad en el que Dios quiere que extendamos nuestras raíces. Si nuestros Padres Celestiales hubieran querido que todos pensaran igual y siguieran el mismo camino de regreso a ellos, podrían haber respaldado el plan de Lucifer. En cambio, nos dieron el poder del albedrío, que es el poder de cometer graves errores y causar daños duraderos. Pero también es el poder de ser valiente, de ser sabio, de ir más allá de uno mismo y de ser un verdadero sanador.
La realidad fundamental de la humanidad es que nuestros valores y suposiciones están arraigados en las circunstancias varias en las que nacimos, y estamos profundamente en desacuerdo sobre lo que es bueno y verdadero. La iglesia no es una solución al problema de la diversidad, sino un espacio en donde practicar los valores de la diversidad. Es una caja de arena dentro de la cual chocamos los unos con los otros y nos vamos puliendo más. Es un lugar para amar a nuestros enemigos, forjar paz y tener mansedumbre. En esto, nuestro maestro es el Santo que ministró bajo la sombra del poder imperial, se asoció con recaudadores de impuestos y centuriones, se reunió con marginados despreciados y enseñó a las personas en sus propias tierras y lenguas. El suyo siempre fue el camino de mayor resistencia.
El camino como Santo de los Últimos Días en la búsqueda de Sion no siempre es un camino fácil, pero la facilidad no es su propósito. Aquí he encontrado personas a quienes amar y personas que me aman. Aquí tengo motivos de sobra para regocijarme, lamentarme, actuar y estar quieta. Aquí me estoy convirtiendo en más de lo que era, y más como espero que Cristo me haya invitado a ser.
Melissa Wei-Tsing Inouye (1979-2024) fue una historiadora especializada en la historia moderna de China, el cristianismo en China, las mujeres y la religión, y la historia del cristianismo global.
Arte de James Rees.